Se necesita un gol. Uno solo: independientemente de que pueda ser beneficioso incrustar media docena, pensando en las fases ulteriores. Pero el primero es clave. Pronto, para evitar que la angustia se convierta en el decimosegundo jugador visitante. Y, naturalmente, al quinto infierno con cualquiera que se ponga a discernir si se juega bien, mal, pésimo o categorías aún más abyectas. Que le rebote a Bergessio en el glúteo y entre; que Aguirre se resbale en algún corner, para defender su propia antiestética y la clave en un ángulo; que el Bernie entre y defina, como tantas veces. ¡No! Eso querría decir que hubo que esperar hasta el segundo tiempo y no sabemos cuántos bobos resisten hasta esa hora.
No es tiempo de reflexionar sobre el equipo, sus merecimientos o la formación de hoy. Porque no son ellos los que nos preocupan: el crédito es todo nuestro, de los que nos hemos ido de tantas canchas silbando bajito y escondiendo la trompa, de los que cada año tenemos que soportar las crueldades de bosteros y gallinas, amargos y empleados, pero también de pinchas, bichos y hasta de los del club chico de Liniers. Ninguno la yugó como nosotros, señores. Y lo único que ahora pedimos es un numerito para la tómbola final, la de la eliminación, aunque nos toque con el Santos de Pelé o con el Ajax de Cruyff. Ahí, en el revoleo del mano a mano, todo es posible. Dejanos esta chance, Barba: permitinos jugarnos la esperanza a suerte y verdad. Ya sabés, después no esgunfiamos más.
Si al menos se pudiera apoliyar una siestita, para hacerlo más corto ...

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